Uno de los compromisos ineludibles que tenemos al convertirnos en adultos, es el de asistir a los entierros, tanatorios o funerales cuando fallece un familiar, amigo o conocido. Dependiendo de la proximidad de esa persona fallecida, estaremos más o menos obligados a hacer acto de presencia. Cuando éramos niños, nos librábamos de asistir a estos actos fúnebres; nos quedábamos en casa imaginando cómo sería ese señor o señora muerto dentro del ataúd y sólo de pensarlo nos daban escalofríos y pesadillas.
Me imagino que a nadie le gusta asistir a un tanatorio, pero a mí personalmente me desagrada bastante. Nunca sé lo que voy a decir, ni encuentro las palabras apropiadas. No sé si con un abrazo es suficiente o si decir la típica frase “bueno, al menos ha dejado de sufrir” sirve para algo.
Tampoco sé cuánto tiempo se ha de estar, ni de qué hablar con los familiares del fallecido en cuestión. Cualquier cosa que digas en ese momento, debe ser sin relevancia alguna.
Una cosa a favor (según como se mire), es que te encuentras a los familiares que hace siglos no ves. Piensas, “pero bueno, cómo ha crecido la prima Lola del pueblo” o “mira a mi tío Paco la novia que se ha echado”; porque todo hay que decirlo, también es una fuente inagotable de cotilleos y sirve ponerse al día de los entresijos familiares. Ni a los muertos se les respeta cuando se trata de chismear.
Recuerdo una ocasión en que me levanté muy primaveral un frio día de invierno y decidí vestirme de rojo, pero no cualquier rojo, sino rojo chillón. Pues ese día salgo para el trabajo toda contenta y cuando llego, me encuentro a la gente con unas caras, que pienso, “creo que este color no me sienta muy bien”, hasta que llega un compañero y me suelta la noticia: “Ha fallecido el gran jefe esta misma noche de un infarto”. Creo que mi pálido contrastaba totalmente con los colores de mi pantalón, pues me quedé con la boca abierta y más blanca que una nube. Luego fuimos yendo por turnos al tanatorio y allí estaba yo, dando el cante con mi colorido traje, diciendo “lo siento” y pensando “tierra trágame”. A partir de entonces siempre voy a trabajar bastante discreta, no vaya a ser…
Bueno, bromas aparte, cuando me muera, no quiero ni lágrimas, ni entierros, ni tanatorios ni nada, sólo quiero que permanezcan en la memoria los buenos recuerdos que la gente tenga de mí y que mi espíritu se presente en forma de alegría, se adueñe de todos y los llene de paz.